miércoles, 17 de octubre de 2012

XV Travesía de Resistencia Subbética Cordobesa.6-10-2012


CRÓNICA XV TRAVESÍA DE RESISTENCIA SUBBÉTICA CORDOBESA. 06-10-2012.

Hace algunos meses, antes de afrontar mi primera travesía de resistencia, los que ya habían superado alguna en años anteriores me comentaban que lo peor de este tipo de pruebas es la velocidad, el ritmo que se impone. Aquella primera travesía (la XII Travesía de Resistencia de las Sierras de Tejeda y Almijara) no me resultó tan d...
ura en ese aspecto, no es que no fuera difícil es que el ritmo no fue tan feroz como me habían dicho.

Para aquellas personas que lean esta crónica, acostumbradas a este tipo de pruebas e incluso a otras mucho más duras, este relato puede que les resulte algo exagerado pero, para mí fue toda una hazaña.
 

 El sábado 6 de octubre, a eso de las 2.30 horas de la madrugada, el Equipo de Travesías de Resistencia del Club de Montaña Elimán, integrado por Sebastián Martínez Almendro, Carlos Castillo Delgado, José Antonio Gómez Gómez y yo misma, salía en coche desde Málaga hasta el pueblo de Cabra, en Córdoba, donde llegó a eso de las 4.30 h.

Firmamos la salida, nos entregaron los dorsales y una bolsa con una camiseta, información turística sobre los pueblos de la comarca y un queso de oveja de Zuheros muy rico, por cierto. Uno de los organizadores y guías, con su inconfundible y marcado acento cordobés, nos dio algunas indicaciones y palabras de ánimo antes de comenzar.

A las cinco en punto de la mañana se inició la salida con los guías al frente marcando el ritmo…un ritmo atroz, salvaje, inclemente, despiadado…Queridos compañeros del club, nuestro admirado e igualmente temido “general” no exageraba cuando nos dijo: “Este es el ritmo que se sigue en las travesías, y si hemos empezado así, así será durante casi todo el trayecto”. Entonces empecé a pensar en lo poco que había entrenado, en los dos kilillos de más, en calcetines de repuesto, en dónde había puesto los apósitos para ampollas en mi mochila… Y poco a poco, cada uno se fue acomodando como mejor pudo, quiso o supo a la marcha. Sebastián se desmarcó e intentó permanecer en el grupo de cabeza durante toda la prueba, mientras que Carlos, José y yo nos quedábamos a la mitad e, incluso a veces, en el grupo de cola. De seguir a ese ritmo, pensé, quizá no iba a ser capaz de aguantar toda la prueba. Entre las 5 y las 9 de la mañana hubo varias paradas muy breves de reagrupamiento y avituallamiento (bebida isotónica, agua, fruta). Ya cerca de las 9 h vislumbramos Carcabuey, y desde el camino, con el pueblo al fondo fuimos viendo cómo el sol se alzaba tras las montañas. Es la primera vez en mi vida que veo amanecer a una velocidad media de 6 km por hora. El desayuno en Carcabuey fue estupendo: chapata de un palmo y medio, riquísima, con aceite y fiambre, zumo, leche con cacao o con café, pasteles…muy completo. Carcabuey es un pueblo precioso, blanco incluso al contraluz del amanecer, cuidado y de gentes amables.
 
 
 

 La velocidad de la marcha no disminuyó después del desayuno. Tras un rato llaneando comenzamos la siguiente interminable subida hasta la Fuente del Espino. Atravesamos campos de olivos, encinas y algunos árboles frutales bajo un manto de nubes y una fresca brisa que todo el mundo agradecía. Ni qué decir tiene que los paisajes y los caminos que íbamos recorriendo son muy distintos a los que estamos acostumbrados. Las pocas fotos que pudimos hacer hablan por sí solas. Y después de una hora de bajada vislumbramos Luque, el pueblo donde nos esperaba un maravilloso almuerzo en una plaza rodeada de árboles: gazpacho (¡bieeennn!), arroz guisado con carne (¡sabía a gloria!), ensalada, pastel, agua, refrescos y…¡cerveza bien fría! ¡No podíamos creerlo! Teníamos poco tiempo: comer, usar los baños, alguna foto, revisión de pies, cambio de calcetines, masajitos…¡y de nuevo en marcha! El siguiente objetivo, Zuheros, otro maravilloso pueblo cordobés dominado por un castillo de origen árabe, al que llegamos tras un tremendo ascenso e igualmente dura bajada. Sebastián descansaba a la sombra cuando aparecimos Carlos, José y yo. Nos refrescamos y, ya listos para continuar de nuevo nos dimos cuenta de que faltaba Carlos. Esperamos unos minutos pacientemente hasta que apareció. Pensando que había tiempo, se había entretenido de más en el servicio y con el refrigerio, junto con otro senderista (un tal Paco al que conocemos de otras travesías), quien aun se quedó por allí tras salir el grupo de cola, nosotros cuatro. Iniciamos otro duro ascenso por una montaña. A mí me preocupaba que fuésemos los últimos porque adelantar era complicado y eso implicaba no poderse permitir perder puestos en un breve descanso o haciendo una foto, ¿cómo perder puestos en una fila donde ya se es el último? Les propuse apretar un poco e ir sobrepasando a gente, lo cual no nos costó mucho al principio. Unos 15 minutos después, un personaje bajito, enjuto y con camiseta verde, pasó junto a nosotros como una exhalación: “el Paco”, y perdonad la expresión pero…¡la madre que lo parió!. Esa gente está hecha de otra pasta, no hay otra explicación. Y mientras nosotros seguíamos esforzándonos por ganar puestos de uno en uno, Carlos empezó a ganarlos de dos en dos, hasta que sólo podíamos ver su mochila naranja a lo lejos, tras algún recodo del camino. Sebastián también iba consiguiendo adelantar más. José y yo no hablábamos, íbamos serios pero yo leía sus pensamientos como si los fuera gritando: “¿Será…? podríamos haber salido de los primeros y por esperarlo nos quedamos los últimos, y ahora se larga, a su bola, ¡cuando lo coja…!, ¿Será…?”. ¡Jajajaja! Unos minutos más tarde Carlos volvía a aparecer, como por arte de magia, junto a nosotros y entonces vi cómo cambiaba lentamente la expresión de José, que pasó de un ligero enfado, a un mudo asentimiento y hasta una franca risa cuando Carlos le gritaba, abriendo los brazos e imitando su acento bilbaíno: “¡José, ¿dónde vaaas, tan deprisa?, espera a los compañeros, hombre…!”
 
 
 
 

 Y amenizando el camino con estos chances seguimos avanzando, subiendo y subiendo. Sebastián volvió a ponerse en cabeza, con lo que dejamos de verlo por un buen rato, Carlos parecía haberse curado del tremendo resfriado que traía, José caminaba obstinado, con la mirada al frente, a veces haciendo un tramito de footing para desentumecer y echando de vez en cuando una ojeada hacia atrás para controlar la cola. En una ocasión le dijimos que parecía estar muy bien, sin quejarse de nada, sin ningún achaque, “¡la procesión va por dentro!”, respondía. Pero mi procesión dejó de ir por dentro cuando salimos a la Nava, ya no me quedó más remedio que confesar que me dolía mucho una pierna, concretamente el músculo tibial anterior (creo, o alguno de esa zona), que me había empezado a molestar hacía un buen rato y esperaba que fuera remitiendo, pero la cosa fue yendo a peor. Como decía, casi sin darnos cuenta salimos de una zona arbolada a la Nava, una inmensa llanura que nos impresionó hasta el punto de arriesgar algunos puestos por intentar captarlo en una foto. Allí (como en otros tantos lugares, en realidad), sí que hubiera merecido la pena detenerse un buen rato o, al menos, el tiempo suficiente para abarcar toda la llanura con la vista, girando en un lento círculo para no perder detalle. “Tengo que volver aquí”, me dije, “quizá en primavera”. Cerca de un extremo de la nava, un nutrido grupo de senderistas esperaba a los rezagados. Sebastián ya llevaba un rato con los pies recién bautizados en su alcohol de romero (muy tonificante, por cierto) cuando llegamos nosotros tres. Bebimos hasta hartarnos y comimos algo y en cuanto pude me senté para intentar masajear la pierna, a la altura del tobillo, que es donde más me dolía. Otro participante que estaba sentado a mi lado me preguntó amablemente que cómo lo llevaba. Le respondí que regular y le expliqué mi dolencia y, casualmente, él tenía el mismo problema. Me indicó que era mejor masajear de abajo a arriba y así lo hice… “¡Ay, qué dolor!”, exclamé, mirándole como sin comprender. Creo que aquel fue el primer momento en el que alguien (otro amable senderista) dijo: “¡vamos, ánimo, que ya queda poco!”. Justo antes de reanudar la marcha escuché esperanzada al guía mientras explicaba que en ese punto el itinerario no era el propuesto inicialmente y que debido a eso el inicio del siguiente tramo sería una zona boscosa por la que debíamos ir bien agrupados y algo más despacio para evitar el excesivo estiramiento del grupo. “¡Más despacio!”, casi lloré. No puedo escribir aquí las palabras que ni siquiera quise pronunciar en voz alta por respeto, pero digamos que hubo una cierta incorrección o equivocación por parte del guía cuando dijo lo de “más despacio”. Íbamos menos separados sí, ¡pero igual de deprisa! Y ahora nos quedaba lo que para mí fue lo más duro con diferencia. Después de la zona boscosa atravesamos un terreno sembrado de piedras muy blancas bien ancladas en el suelo y con las que era fácil tropezar. A lo lejos se veía una loma coronada por repetidores de antena a la que había que ascender: subir y subir... Cuando llegamos tuve el impulso de tocar una de aquellas torres, como cuando haces cumbre en la Maroma y palpas el hito con una sensación de triunfo, pero no hubo tiempo. De nuevo oí decir: “vamos, que ya queda menos”. La pierna me dolía algo menos en las subidas y bastante llaneando y en las bajadas…y sólo restaba bajar, el último pero interminable tramo…bajando, bajando…Sebastián seguía en cabeza, José, Carlos y yo, en la cola. Aquello no podía ser, teníamos que hacer algo por acortar distancias lo más rápido posible. Nos miramos los tres y casi sin decirnos nada, excepto lo justo para comprobar que estábamos de acuerdo, empezamos a correr cuesta abajo y a ir ganando puestos. Otros participantes hacían lo mismo, algunos nos adelantaban, después volvíamos a dejarlos atrás, no era una carrera, sólo queríamos terminar…Entré en frenesí, de pronto no podía parar de reír mientras les decía a mis compañeros: “¡estamos locos, nos vamos a reventar! Y la cuesta no terminaba. A veces nos cruzábamos con personas que aplaudían, ciclistas y otros senderistas en sentido contrario, y otra vez, alguien que decía: “vamos, ánimo, que ya queda poco”. Hice acopio de fuerzas y eché mano de los recursos que tenía: me enfadé por el dolor de la pierna, pensé que si me caía ya no habría forma de levantarme, la idea me atraía…, dejé de tener la esperanza de que tras aquella curva donde dejaba de verse gente estuviera el final, porque al final siempre había otra cuesta y el pueblo ni asomaba…Hasta que asomó, a lo lejos, siempre lejos. Dejé de hacer caso a las voces que decían: “¡vamos, que ya no queda nada!”. A veces imaginaba que acababa de salir a dar un paseo, con las fuerzas intactas…La ilusión duraba medio minuto. Me preguntaba cuánto más aguantaría. Ha habido un momento mientras lo recordaba y lo revivía para intentar describirlo en que me he preguntado: “pero, ¿he llegado ya?”.
 
 

 Y llegamos…por fin entramos en Cabra, andando, con paso decidido (que no firme, eso era ya mucho pedir). Sebastián nos esperaba sentado no recuerdo si en una silla o en un escalón, sólo que estaba sentado…Firmamos la llegada, nos entregaron el diploma, nos abrazamos. ¡CONSEGUIDO!

Estábamos tan exhaustos y deshidratados que ni en la cerveza pensamos, preferimos una cola, bien fresquita y azucarada. Así que ya os podéis imaginar.
 
 

 Es muy difícil hacer balance de esta experiencia. Hay algo que siempre he creído pero que hasta ahora no había podido demostrarme, el cuerpo humano y la mente son capaces, juntos, de hacer mucho más de lo que les creemos capaces, aun no sé dónde está mi límite, no sé cuánto más habría podido seguir, pero sí que habría podido seguir. Y eso me parece extraordinario.

Mis compañeros y yo damos las gracias a la organización por su buen hacer, sobre todo, en lo que a avituallamientos y comidas se refiere. Algo que agradecimos y que nos gustó mucho fue que, dejando a un lado la competitividad del evento, al final y tras verse modificado el itinerario, se dio prioridad a que todos llegáramos, aunque fuese fuera de tiempo, a la meta.

También agradecemos a las gentes que nos aplaudían, desde el primero al último de la larga fila (imaginaros, 15 minutos aplaudiendo los pobres), su apoyo y los ánimos que nos daban: eso también da resultado. Y a las gentes de los maravillosos pueblos cordobeses, por su amabilidad y simpatía.
 
 

 Enhorabuena a mis compañeros: Sebastián, que supo mantenerse en la cabeza y llegó de los primeros a la meta; Carlos, que empezó con un tremendo resfriado y todavía tuvo fuerzas al final para conducir el coche y dejarnos a cada uno en nuestra casita, mientras los demás dormitábamos descalzos; José Antonio, que a pesar de lo conseguido, aun no sabe de todo lo que es capaz, el brillo de sus ojos, su evidente disfrute y su buen humor eran como un resorte que, entre unas cuantas cosas más, me hacía querer seguir adelante.

Un abrazo a todos.

Rocío Cañas Sánchez.